
Los últimos instantes de cada experiencia que vivimos son los más densos, los más intensos, a veces confusos, pero sobre todo, siempre inolvidables.
Un año después de haber descubierto Montevideo, regresé en agosto del 2006 para producir lo que sería mi último trabajo para la empresa ecuatoriana, en contra del tiempo, con algo de resistencia de algunas personas, incluyéndome a mi misma, porque estaba a sólo pocos días de dejar mi país y empezar una nueva vida con mi esposo, al otro lado del planeta, en tierra de aborígenes y canguros, en la isla más grande del mundo: Australia.
Desde que empezamos a pensar en navidad, supe que vivir la producción sería una experiencia extraordinaria. Aún puedo disfrutar las largas conversaciones en la agencia armando el brief, organizando las ideas, la presentación, la selección del casting, los "aló Norlop?, eee.. No, está equivocado", hasta los últimos detalles de un bosque encantado listo para ser filmado.
Así fue como nos embarcamos rumbo a Montevideo, una noche de vientos frescos en Guayaquil, con Pablo, el productor, además de ser mi gran amigo, Andrés, nuestro director creativo estrella y cientos de kilos de muñecas y zapatillas de playa. Sabía que ésta vez, el viaje sería distinto, sería especial, porque me despedía no sólo de Ecuador, sino de mi mundo latino; Montevideo era perfecto.
Llegamos con lluvia, con frío, sin sol, nada ideal para una producción en exteriores, pero magnífico para saborear la ciudad vieja, el centro, donde además estaba nuestro Hotel, al pie del extenso malecón que ellos le llaman Rambla, bordeando el río que también es mar, en un punto algo inexacto que desconozco.
Los días pasaban, el clima mejoraba y la ciudad se ponía de fiesta, porque hubo un día de feriado en medio del rodaje y todo se dio para que haya más romance en cada rincón de Montevideo. Si, parejas por todos lados, sin prisa, caminando, sentados en la Rambla, en la playa, en los parques, en los bares, en los cafés. Montevideo es para mi, un lugar donde el amor descansa, se asienta, se disfruta lentamente, como un buen vino.
Las jornadas de trabajo superaban las 12 horas corridas pero disfrutábamos cada una de ellas, porque todos éramos parte de cada cuento. Esas mismas jornadas nos llevaron a lugares distintos cada noche, teatro, performances, deliciosas comidas con quesos y vinos, pero lo más especial fue una taberna donde varios tangueros, de la vieja guardia, cantaban con el corazón en la mano: el funfun. Andrés nos llevó; él también había estado antes en Montevideo, así que decidí cambiar los antibióticos que estaba tomando para una gripe matadora por varios canelazos; recomendación del mesero. Tuve que creerle y todos me celebraron la decisión, incluyendo al mesero! Al final fue para bien, porque esa noche las estrellas me hablaron y los días siguientes sólo fueron mejores o mejor dicho, perfectos.
El tiempo pasó volando; me tenía que despedir. Pablo y Andrés se quedaron unos días más y a pesar de que quise posponer mi vuelo en mi mente, sabía que no podría, mi futuro estaba a 4 días de ser mi presente, y tenía que regresar a decirle adios a todo lo que ya empezaba a ser mi pasado, antes de que todo se mezcle y no sepa cómo manejar los tiempos ni las vidas paralelas que empezaban a cruzarse sin pedir permiso.
Esperando embarcarme en el avión, ya de regreso a Ecuador, me di las vueltas por el aeropuerto y en una de las tiendas de libros vi la primera plana del diario de la ciudad. Me llamó la atención una noticia que decía:
“Una escena al borde de la Rambla, frente al hotel Cala di Volpe, casi al borde del mar, conmovió a medio Uruguay el día de ayer.
A las 5 de la mañana, tres pescadores vieron dos cuerpos abrazados en el césped, cerca de la playa. Se acercaron, pensando que era una pareja dormida luego de un exceso prolongado de las fiestas del 24 de agosto, sin embargo, temblaron de la impresión cuando se dieron cuenta que eran un hombre y una mujer, abrazados congelados. "Congelados de amor", dijo uno de los pescadores.
La pesca se acabó; no sabían qué hacer, si tratar de separarlos, si llamar a emergencia, a la policía, si buscar en sus ropas alguna identificación. Sin embargo, sólo se sentaron a su lado, estremecidos, enternecidos, entristecidos, impresionados con la situación. Los pescadores dijeron que viendo sus caras hubiesen podido pintar un cuadro, escribir, contar una historia de amor.
Muchas personas pasaban trotando, en bicicleta, sólo algunas pararon a ver qué sucedía, quedándose a compartir un mate con los desconocidos pescadores que llegaron primero. Algunos dudaban si estaban vivos o no, porque su piel aún se veía tan suave; parecía como si estuviesen dormidos.
25 personas acompañaban a la desconocida pareja, especulando sobre qué les habría ocurrido realmente; cómo llegarían a ese punto; si acaso, su amor era tan imposible como para congelarlo, si fueron conscientes de lo que les esperaba, si nada tenía más sentido que abandonar todo lo que no fuese su mismo amor.
Pasadas las 8 de la mañana llegó la policía y una ambulancia para recogerlos, ubicar a sus familiares e identificar aquellas desconocidas pieles que nos estremecieron a todos y se convirtieron, la mañana entera, en un suceso que nos hizo reflexionar sobre el amor, la renuncia, la entrega, las oportunidades y el destiempo”.
Casi pierdo el vuelo, leí la noticia unas 5 veces y no podía parar de llorar. Todo era cierto. Fue esa madrugada del 26 de agosto, yo estuve ahí. Luego de todo un día agotador de producción, fuimos a un teatro clásico de Montevideo, trepados en un bus, viendo un performance ahí mismo, que lleva vigente 15 años; yo casi sentía que estaba viviendo en otro tiempo. Luego cenamos delicioso, resolvimos nuestras vidas profesionales con algunos vinos y regresamos al hotel, sonriéndole a la vida. Era mucho más que media noche y yo no podía dormir por la ansiedad de tener que cerrar un capítulo en mi vida que más que nunca, deseaba continuar.
Todo pasó tan rápido y tan despacio, escuchaba música sin tenerla, viendo desde mi ventana a dos seres caminando de la mano, por la rambla, a 4ºC, abrazándose y besándose. Se sentaron a ver el mar y yo podía ver cómo se miraban, cómo se acariciaban, cómo se hablaban al oído, y yo me preguntaba si era uno de esos reencuentros deseados, un amor a escondidas, un momento de reconciliación, o una despedida. Lo que sea que haya sido, era de verdad.
Me sentía totalmente invasiva, casi avergonzada, husmeando desde mi ventana un momento que no me pertenecía, que sólo era de ellos, a media madrugada, pero no podía evitarlo; estaban demasiado cerca; fue como ver una de esas intensas películas de romance, en blanco y negro.
Me desvelé hasta las 4 de la mañana -cuando ya tenía que empacar, alistarme, desayunar y tomar un taxi a las 6- viendo desde mi ventana aquella escena que seguro conmovió a Uruguay; a mi me cambió el futuro, haciéndome reflexionar sobre la magia del amor y las oportunidades que la vida nos regala pocas veces para que vivamos con tanta intensidad.
Un año después de haber descubierto Montevideo, regresé en agosto del 2006 para producir lo que sería mi último trabajo para la empresa ecuatoriana, en contra del tiempo, con algo de resistencia de algunas personas, incluyéndome a mi misma, porque estaba a sólo pocos días de dejar mi país y empezar una nueva vida con mi esposo, al otro lado del planeta, en tierra de aborígenes y canguros, en la isla más grande del mundo: Australia.
Desde que empezamos a pensar en navidad, supe que vivir la producción sería una experiencia extraordinaria. Aún puedo disfrutar las largas conversaciones en la agencia armando el brief, organizando las ideas, la presentación, la selección del casting, los "aló Norlop?, eee.. No, está equivocado", hasta los últimos detalles de un bosque encantado listo para ser filmado.
Así fue como nos embarcamos rumbo a Montevideo, una noche de vientos frescos en Guayaquil, con Pablo, el productor, además de ser mi gran amigo, Andrés, nuestro director creativo estrella y cientos de kilos de muñecas y zapatillas de playa. Sabía que ésta vez, el viaje sería distinto, sería especial, porque me despedía no sólo de Ecuador, sino de mi mundo latino; Montevideo era perfecto.
Llegamos con lluvia, con frío, sin sol, nada ideal para una producción en exteriores, pero magnífico para saborear la ciudad vieja, el centro, donde además estaba nuestro Hotel, al pie del extenso malecón que ellos le llaman Rambla, bordeando el río que también es mar, en un punto algo inexacto que desconozco.
Los días pasaban, el clima mejoraba y la ciudad se ponía de fiesta, porque hubo un día de feriado en medio del rodaje y todo se dio para que haya más romance en cada rincón de Montevideo. Si, parejas por todos lados, sin prisa, caminando, sentados en la Rambla, en la playa, en los parques, en los bares, en los cafés. Montevideo es para mi, un lugar donde el amor descansa, se asienta, se disfruta lentamente, como un buen vino.
Las jornadas de trabajo superaban las 12 horas corridas pero disfrutábamos cada una de ellas, porque todos éramos parte de cada cuento. Esas mismas jornadas nos llevaron a lugares distintos cada noche, teatro, performances, deliciosas comidas con quesos y vinos, pero lo más especial fue una taberna donde varios tangueros, de la vieja guardia, cantaban con el corazón en la mano: el funfun. Andrés nos llevó; él también había estado antes en Montevideo, así que decidí cambiar los antibióticos que estaba tomando para una gripe matadora por varios canelazos; recomendación del mesero. Tuve que creerle y todos me celebraron la decisión, incluyendo al mesero! Al final fue para bien, porque esa noche las estrellas me hablaron y los días siguientes sólo fueron mejores o mejor dicho, perfectos.
El tiempo pasó volando; me tenía que despedir. Pablo y Andrés se quedaron unos días más y a pesar de que quise posponer mi vuelo en mi mente, sabía que no podría, mi futuro estaba a 4 días de ser mi presente, y tenía que regresar a decirle adios a todo lo que ya empezaba a ser mi pasado, antes de que todo se mezcle y no sepa cómo manejar los tiempos ni las vidas paralelas que empezaban a cruzarse sin pedir permiso.
Esperando embarcarme en el avión, ya de regreso a Ecuador, me di las vueltas por el aeropuerto y en una de las tiendas de libros vi la primera plana del diario de la ciudad. Me llamó la atención una noticia que decía:
“Una escena al borde de la Rambla, frente al hotel Cala di Volpe, casi al borde del mar, conmovió a medio Uruguay el día de ayer.
A las 5 de la mañana, tres pescadores vieron dos cuerpos abrazados en el césped, cerca de la playa. Se acercaron, pensando que era una pareja dormida luego de un exceso prolongado de las fiestas del 24 de agosto, sin embargo, temblaron de la impresión cuando se dieron cuenta que eran un hombre y una mujer, abrazados congelados. "Congelados de amor", dijo uno de los pescadores.
La pesca se acabó; no sabían qué hacer, si tratar de separarlos, si llamar a emergencia, a la policía, si buscar en sus ropas alguna identificación. Sin embargo, sólo se sentaron a su lado, estremecidos, enternecidos, entristecidos, impresionados con la situación. Los pescadores dijeron que viendo sus caras hubiesen podido pintar un cuadro, escribir, contar una historia de amor.
Muchas personas pasaban trotando, en bicicleta, sólo algunas pararon a ver qué sucedía, quedándose a compartir un mate con los desconocidos pescadores que llegaron primero. Algunos dudaban si estaban vivos o no, porque su piel aún se veía tan suave; parecía como si estuviesen dormidos.
25 personas acompañaban a la desconocida pareja, especulando sobre qué les habría ocurrido realmente; cómo llegarían a ese punto; si acaso, su amor era tan imposible como para congelarlo, si fueron conscientes de lo que les esperaba, si nada tenía más sentido que abandonar todo lo que no fuese su mismo amor.
Pasadas las 8 de la mañana llegó la policía y una ambulancia para recogerlos, ubicar a sus familiares e identificar aquellas desconocidas pieles que nos estremecieron a todos y se convirtieron, la mañana entera, en un suceso que nos hizo reflexionar sobre el amor, la renuncia, la entrega, las oportunidades y el destiempo”.
Casi pierdo el vuelo, leí la noticia unas 5 veces y no podía parar de llorar. Todo era cierto. Fue esa madrugada del 26 de agosto, yo estuve ahí. Luego de todo un día agotador de producción, fuimos a un teatro clásico de Montevideo, trepados en un bus, viendo un performance ahí mismo, que lleva vigente 15 años; yo casi sentía que estaba viviendo en otro tiempo. Luego cenamos delicioso, resolvimos nuestras vidas profesionales con algunos vinos y regresamos al hotel, sonriéndole a la vida. Era mucho más que media noche y yo no podía dormir por la ansiedad de tener que cerrar un capítulo en mi vida que más que nunca, deseaba continuar.
Todo pasó tan rápido y tan despacio, escuchaba música sin tenerla, viendo desde mi ventana a dos seres caminando de la mano, por la rambla, a 4ºC, abrazándose y besándose. Se sentaron a ver el mar y yo podía ver cómo se miraban, cómo se acariciaban, cómo se hablaban al oído, y yo me preguntaba si era uno de esos reencuentros deseados, un amor a escondidas, un momento de reconciliación, o una despedida. Lo que sea que haya sido, era de verdad.
Me sentía totalmente invasiva, casi avergonzada, husmeando desde mi ventana un momento que no me pertenecía, que sólo era de ellos, a media madrugada, pero no podía evitarlo; estaban demasiado cerca; fue como ver una de esas intensas películas de romance, en blanco y negro.
Me desvelé hasta las 4 de la mañana -cuando ya tenía que empacar, alistarme, desayunar y tomar un taxi a las 6- viendo desde mi ventana aquella escena que seguro conmovió a Uruguay; a mi me cambió el futuro, haciéndome reflexionar sobre la magia del amor y las oportunidades que la vida nos regala pocas veces para que vivamos con tanta intensidad.